Presentación

Las ciencias sociales y humanas han abordado el estudio, tanto de los diagnósticos como de los fármacos, como fenómenos con múltiples aristas.

Trabajos de diferentes disciplinas y perspectivas, entre ellas la sociología de la salud, la antropología médica crítica, la filosofía, los estudios sociales de la ciencia y la historia de la medicina, conforman un robusto conjunto de publicaciones que cimentó algunas claves para comprender la relación histórica y actual entre la vida, la medicina, la normalidad, la salud y el gobierno de poblaciones e individuos.

La farmacologización y la sociología del diagnóstico se inscriben como dos corrientes emergentes del conjunto amplio de trabajos teóricos y empíricos que abordan múltiples objetos de estudio, pero que comparten un análisis en el que la salud aparece como problema destacado. Ambas surgieron de los estudios de la medicalización, pero en virtud de las transformaciones suscitadas en los últimos diez años, reclaman un estatuto distintivo. A la vez, las problemáticas sociales en las que se incluyen fármacos y diagnósticos intersectan no sólo con problemas de salud y salud mental, sino que son expresivos de los temas tanto canónicos como urgentes de las ciencias sociales, habilitando análisis transeccionales y multicontextuales.

Con respecto a los fármacos, coexisten distintas nominaciones que van desde la Sociología del medicamento o del fármaco, la Medicamentalizaicón, la denominada Farmaceuticalización (o Estudios Farmacéuticos) y la Farmacologización de la sociedad. Sobre esta última menciono algunas cuestiones a continuación.

La farmacologización surge como afinamiento de los estudios de la medicalización y biomedicalización, y con aportes de la corriente de las políticas de la vida y de los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología. Fue acuñada desde la antropología en la década de 1990, y desarrollada desde la sociología en la década siguiente. Se define como la traducción de condiciones humanas, capacidades y potenciales en oportunidades para la realización de intervenciones farmacológicas terapéuticas o de mejoramiento, sea de parte de los médicos, de los pacientes o de ambos.

El incremento en la venta de fármacos desde los 80’s reforzó el interés académico por las implicancias políticas y económicas de la industria farmacéutica. Igual que la medicalización y otras nociones críticas con cierta neutralidad valorativa en la academia, en el lenguaje cotidiano la farmacologización reviste una connotación peyorativa y, también como la medicalización, se trata de un proceso bidireccional que postula la posibilidad de una des-farmacologización, aunque los casos empíricos de esta tendencia son marginales respecto de la tendencia opuesta, hacia la farmacologización de la vida. Por último, la multidimensionalidad del concepto es un atributo común con la medicalización, lo que habilita la convergencia de diferentes perspectivas para su abordaje.

Si se la considera como el recurso a respuestas farmacológicas para los problemas de la vida, la farmacologización es un proceso que se solapa pero que excede el ámbito de lo médico o de lo medicalizable. El término permite distinguir algunas características que no están justipreciados bajo la noción de medicalización, de modo que constituye una herramienta conceptual adicional y necesaria. La farmacologización es un proceso sociotécnico complejo, heterogéneo y dinámico, que involucra asimismo actores diversos de clínicos, pacientes, consumidores y organismos de regulación que contribuyen a una construcción de largo término, pero todavía en curso, de la industria farmacéutica.

Como marcan Greene y Sismondo (2015) “los fármacos se convirtieron en significantes sociales y culturales cuyos significados no están completamente controlados por quienes los prescriben, ni por los marcos legales y regulatorios que orientan el consumo farmacológico”. Los autores siguen un razonamiento análogo al de Foucault, quien ubicó dos formas de ejercicio del control sobre el cuerpo: el control-represión y el control-estimulación. Recuperar esta última modalidad proporciona fundamento a un análisis que retome la dimensión positiva, formativa del poder ejercido en relación a los individuos insertos en los procesos de medicalización. En sociedades en las que el consumo no sólo aparece naturalizado, sino que opera como estructurante del yo, resultan especialmente valorables los estudios que reconocen la ligazón del fármaco con la idea de yo, del mundo social, de la comunidad e incluso de la nación.

Hoy día resulta indubitable la creciente preeminencia de la industria farmacéutica transnacional como actor de los procesos de bio/medicalización, y como potencia en la economía globalizada y algunas economías nacionales. A la vez, los fármacos ocupan un lugar destacado entre las tecnologías biomédicas, y son un elemento insoslayable en las diferentes políticas de la vida que, al decir de Nikolas Rose, nos hacen quienes somos.

Con respecto a la sociología del diagnóstico, se conocen diferentes corrientes que tomaron al diagnóstico (tanto el biomédico, como el psiquiátrico) como objeto de interés. La sociología y antropología médica, los estudios críticos de la medicalización, la teoría e historia de la enfermedad ofrecieron análisis sobre este tópico, junto con la sociología de la ciencia y del conocimiento, y los estudios sociales de la ciencia. También hay que tomar en cuenta que el diagnóstico es un proceso con su propia dinámica, que se reconfiguró desde el siglo XIX, incrementando sus aspectos técnico-burocráticos, y que desde el último tercio del siglo XIX las categorías diagnósticas iniciaron su expansión, de la mano de la incorporación a las nosologías de aspectos como las emociones, la idiosincrasia y las conductas disruptivas. En el siglo XX el proceso diagnóstico adquirió nuevos rasgos, con el registro de imágenes cerebrales y la articulación entre neurociencias, genética y biología molecular, y los avances en intervenciones neuroquímicas y quirúrgicas.

Desde la antropología, Brinkmann acuñó la noción de culturas diagnósticas, para referirse a los numerosos modos en los que las categorías psiquiátricas son utilizadas por los sujetos para interpretar, regular y mediar entre diferentes actividades y formas de autoconocimiento. Si bien la secularización de la sociedad es un proceso extendido a nivel global, Brinkmann sostiene que la psiquiatría, sus diagnósticos y clasificaciones retoman una función que cumplen también los conceptos religiosos, consistente en la capacidad de mediar en la relación de las personas consigo mismas y con los otros, y en ofrecer significados para las experiencias de sufrimiento. Con el uso del plural del concepto, busca atender además a los diferentes modos y escenarios sociales en los que los diagnósticos median en el sufrimiento humano.

En los estudios del diagnóstico desde las ciencias sociales se destacan dos líneas. Por un lado, en Estados Unidos, Conrad y colaboradores lo trabajan desde su enfoque en los procesos de medicalización, subrayando la incidencia del mismo en la vida cotidiana de los actores sociales involucrados. Por otro lado, en Inglaterra, Rose y colegas lo analizan en relación con diferentes aristas y efectos de las políticas de la vida misma. A pesar de algunas diferencias de calibre en sus enfoques, ambos abordan tópicos como la expansión de los diagnósticos en el siglo XXI y la gravitación de diferentes actores sociales, entre los que se cuentan científicos, médicos, industriales, políticos, empresarios, asociaciones de pacientes y familiares, internet, y los estados en sus diferentes jurisdicciones, entre otros. También ambos estudian la emergencia de categorías diagnósticas, y el papel de estos actores en las tensiones y convergencias de los entramados de poder y saber en los que se inscriben.

Sin embargo, es Jutel desde Nueva Zelanda quien argumentó la relevancia de posicionar a la sociología del diagnóstico como una subdisciplina por derecho propio en la que congruyen objetos de estudio, tradiciones de análisis, conceptos, métodos y problemáticas empíricas que ameritan un abordaje específico.

Jutel concibe al diagnóstico como la herramienta clasificatoria de la medicina que guía la atención médica: organiza el cuadro clínico, ofrece un marco explicativo, identifica las opciones terapéuticas, y en ocasiones se propone predecir resultados futuros. El diagnóstico también determina la intervención, y proporciona un marco para la formación profesional de los médicos, su distinción respecto de los legos, de otras profesiones, y entre sí. De modo que también estructura relaciones dentro de la profesión, definiendo quién es responsable de cada cuestión.

El diagnóstico permite reflexionar acerca de la enfermedad, la salud, el sufrimiento, y diferentes aristas que modelan conocimientos y prácticas. Y como proyecto de clasificación, entre otros tópicos el diagnóstico congrega y sirve a diferentes ideologías, contribuye a establecer nuevas modalidades de normalización y forma subjetividades. Por su parte, Mc. Gann considera que los diagnósticos son parte de cómo le damos sentido a nosotros mismos, a los otros y al mundo. Para el autor, existen diagnósticos tan ampliamente incorporados al lenguaje y los sentidos sociales que han pasado de ser sustantivos a adjetivos, y eso da la pauta de su carácter performativo.

El diagnóstico es nodal para la medicina y los modos en que esta disciplina configura el orden social. En continuidad con esta reflexión, Rose y Abi-Rasched sostienen que el diagnóstico plantea el desafío de establecer la etiología de un entramado sintomático, pero cumple también otras múltiples funciones, con efectos en las estadísticas y archivos de instituciones oficiales y de tipo clínico; en la realización de investigaciones, a través de protocolos de muestras y estudios; en la elección o posibilidades de tratamientos e intervenciones; en las estimaciones y predicciones para cuidados futuros; en las posibilidades de obtener trabajos, seguros o pensiones; en la planificación de políticas públicas de salud y epidemiológicas; en la distribución, asignación o recorte de recursos; y en el diseño y aplicación de estrategias de marketing farmacéutico, entre otras.

Todas estas dimensiones tienen reglas, lógicas, dinámicas y efectos que no son convergentes ni concordantes, lo que convierte al diagnóstico en lo que podría denominar una arena de conflictos entre actores, discursos, dispositivos, saberes, prácticas y tecnologías a los que el diagnóstico intersecta. Además, y como resultado de las transformaciones en la biomedicina, en salud mental se otorga relevancia diagnóstica a cuestiones que no son clínicas, ni psiquiátricas, sino sociales y cotidianas, como el historial escolar, el desenvolvimiento social, las características de la vida afectiva y familiar, la capacidad de administrar el dinero, y las conductas pasadas.

Dentro de los estudios sociales sobre el diagnóstico, el aporte de Foucault resulta insoslayable, ya que situó su análisis en el marco del denominado régimen de veridicción, que es definido como el conjunto de reglas con las que se establecen los criterios de verdad de un discurso, que son aquellos que permiten decidir si un enunciado es verdadero o falso. Foucault analizó el diagnóstico psiquiátrico y su relación con el poder, la verdad y las subjetividades. Para ello trabajó los vínculos de saberes, dispositivos e instituciones psiquiátricas con los sistemas de poder. También estudió el diagnóstico médico-clínico, y ubicó tres pilares articulados en la medicina moderna: la mirada médica, la esencia patológica y la descripción exhaustiva.

Un aspecto destacado de los análisis de Foucault sobre el diagnóstico consiste en la relación que establece entre los saberes de la biomedicina y la biopsiquiatría, y las estrategias de los estados capitalistas para gestionar individuos y poblaciones. Estas estrategias encuentran en el arte de gobierno liberal y en los procesos de medicalización, a dos arietes fundamentales para un accionar efectivo.

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